
El germen de esta asociación cultural independiente en defensa del patrimonio monumental ubetense, tiene su raíz en 1998. A través de varias tertulias llevadas a cabo en la extinta tienda de Juan Barranco ubicada en los soportales de la plaza 1º de Mayo, se fue configurando un grupo heterogéneo de ubetenses que tenían como punto en común el amor al patrimonio monumental heredado. Y los seis se autoproclamaron Caballeros 6x4 o “Caballeros Veinticuatro” como resultado de la operación aritmética.
martes, 29 de diciembre de 2020
CABAÑUELAS PARA EL PRIMER CUATRIMESTRE DEL AÑO 2021
viernes, 27 de noviembre de 2020
PROCLAMA ANUAL DE LOS "VEINTICUATRO" APLAUDIENDO LAS INTERVENCIONES EN SAN LORENZO Y LA ERMITA DE MADRE DE DIOS
Como todo el mundo sabe, nuestro modus operandi lo focalizamos principalmente en la preservación de las piedras centenarias de esta ciudad patrimonial. Pues bien, aprovechando este momento, queremos lanzar un SOS para con la ermita de San Bartolomé, antes que desaparezca por completo. Hemos comprobado con gran alegría, que el Consistorio está interviniendo en la plaza adyacente, adecentándola y poniendo en valor un espacio agreste, por lo que animamos a nuestros dirigentes, para que inviten al obispado a que intervenga en dicha ermita y ambas entidades colaboren de la manera más conveniente, para que el monumento que preside este espacio y da nombre al lugar, muestre remozado su antigua belleza. También sabemos, de buena tinta, que el propietario de la torre de Garci Fernández quiere intervenir en ella, por lo que todo sumaría en este enclave histórico y con encanto.
Proclama dada el viernes 27 de noviembre de 2020, festividad de Ntra. Sra. de la Medalla Milagrosa, pidiéndole que nos ayude a sobrellevar esta catastrófica pandemia e ilumine a todos los que trabajan para curarnos de ella.
viernes, 13 de noviembre de 2020
NUEVO ATENTADO CONTRA LA CAPILLA DE LA SOLEDAD
lunes, 2 de noviembre de 2020
NUESTRO ADIÓS A "PACO SANTACRUZ"
sábado, 31 de octubre de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE NOVIEMBRE
A pesar de comenzar con un día de fiesta, no era
precisamente el mes que más atraía mi atención. Todo se tornaba de un color
gris ceniza y en la calle se respiraba cierta melancolía, tristeza… brillaba
menos la luz y se alargaba la oscuridad. Irremisiblemente se acercaba el
invierno. Las chimeneas exhalaban el humo ceniciento del hogar desde el
arranque del día. Las flores de las macetas ya no se asomaban a corrales y
balcones.
EL
DÍA DE LOS DIFUNTOS
Era en los primeros días de noviembre cuando la
coqueta del dormitorio de mis padres cambiaba de aspecto, convirtiéndose en un
pequeño altar donde se le rendía culto a los muertos y a mí me daba un poco de
miedo. Allí, recostadas en el cristal biselado, estaban unas fotografías que
durante el resto del año dormitaban en una caja de lata que aún desprendía olor
a Cola Cao. Eran las fotografías de tres de mis abuelos. Delante de ellos se
colocaba un recipiente -un tazón de loza- casi lleno de agua y se completaba
con aceite usado para depositar sobre él unas mariposas encendidas que flotaban y lucían durante un día, hasta
que comenzaban a chirrear, siendo esa la señal que anunciaba su final. Eran las
luces para los difuntos, nuestros particulares santos. Aquellas mariposas
progresivamente fueron decayendo en uso para ser sustituidas por las velas
enfundadas en plástico rojo y hasta por otras imitaciones con alimentación de
una pila. En todos los hogares de antaño existía esa tradición que aún se
mantiene en las casas de algunos mayores.
Las
flores más populares que se ponían en las tumbas del cementerio eran las celosías,
conocidas popularmente como “Crestas de gallo” y les llamaban “las flores de
los muertos”. En las huertas de las inmediaciones dedicaban una parcela para
cultivarlas y en el mercado de abastos se vendían durante los días previos a
los Santos y Difuntos, para adornar los nichos y tumbas del campo santo. En la
actualidad, esta flor ha dejado de estar vinculada a dicha conmemoración e
incluso ha desaparecido de nuestro entorno.
GASTRONOMÍA
POPULAR PARA LOS SANTOS
La gastronomía popular tenía para estas fechas sus
especialidades concretas. Eran elaboraciones artesanales que se hacían en la
mayoría de las casas, humildes o no, pero en las nuestras sí que se elaboraban en
torno a la mesa de camilla y todos estábamos presenciándolas en derredor de
ellas. En ocasiones, queríamos participar y meter la mano, pero los padres no
nos dejaban, a lo sumo nos darían la tarea de echar el azúcar o la canela por
encima. Estos platos típicos consistían en las exquisitas gachas, que muchos mocicos las empleaban para hacer la
gracia tapando las cerraduras de las puertas de la calle, sobre todo donde
había mocicas. Otro plato estrella
eran los boniatos asados o batatas, espolvoreados de canela, todo un manjar
para los paladares de entonces. Las castañas asadas solían venderse en la Plaza Vieja en unos puestos cercanos a
los carrillos, o bien se asaban en viejas sartenes que se calentaban en la
lumbre e incluso en el brasero. Alguna que otra vez mi madre nos hacía calabaza
encalá. En las confiterías de la
época, como las de Camprubí, Lope o Pepico, se fabricaban otros productos que
también han llegado hasta nuestros días, como los Huesos de Santo o los Buñuelos
de Viento. Los ubetenses de más edad recordaban que, años atrás, hubo algunos vendedores
ambulantes que ofrecían estos buñuelos, destacando entre todos a uno que
llamaban “El Regaera” y que se situaba a la salida de los cines o bajo los
soportales de la plaza del General Saro (Plaza Andalucía) con su cesta de
mimbre al brazo para venderlos, pero él los rebautizó con el sugerente nombre
de “Pelotas de fraile”.
El eje en torno al cual giraba toda la vida en los meses invernales, era la mesa de camilla; y era el común denominador de todos los hogares que se convertía en el momento ideal para que nuestras madres nos hicieran una sartená de rosetas y culminar así la felicidad del día.
Texto extraído del libro 12 MESES DE MI INFANCIA. "Úbeda en los años 60 desde la calle Fuente de las Risas".
JASA
martes, 13 de octubre de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE OCTUBRE
Comenzaba octubre un poco más tarde para los
chiquillos, porque la feria ocupaba los primeros días. Ya las jornadas eran más
cortas, la climatología inestable y la tristeza del otoño era evidente. Los
días y las luces cambiaban sus tonalidades. En un festivo y a mediados de mes,
nos llegaban los sones procedentes de la Academia de Guardias y horas más tarde,
con sus guantes blancos y tricornios, los alumnos inundaban la ciudad.
EL
BRASERO
Era a finales de este mes cuando se sacaban las
faldillas de los cajones de la cómoda y se vestían las mesas de camilla y acto
seguido el brasero ocupaba su lugar en el hueco bajo la mesa. Los braseros
serían los encargados de caldear las habitaciones, principalmente en las que se
hacía la vida, como las cocinas o los comedores. Estaban alimentados por las
ascuas procedentes de la lumbre o el fogón, aparte de la candela, orujo o
carbonilla; cuando no era así, se encendían en los corrales e incluso en las
puertas de la casa. Éstos, solían estar protegidos por la lambrera y custodiados por la paletilla que servía para remover el
rescoldo cada cierto tiempo, misión que realizaban los mayores. Los braseros, ocasionalmente
y cuando se habían pasado las ascuas, servían para asar algunos productos como
las castañas, las pieles del bacalao o las cebolletas. También se convertían en
el consuelo para calentar las frías camas en las noches de invierno. En las
casas de los señoritos, estos
braseros calientacamas eran de un metal bronceado y tenían un mango largo. A
muchos les vendrá a la mente los humeantes tizones en los braseros procedentes
de la candela que nos hacían llorar, nos atufaban e inundaban de una fuerte
pestilencia toda la habitación hasta que no acababan con su vida asidos por las
tenazas y ahogados en el corral dentro de un cubo de agua, aunque ya nos habían
impregnado la ropa de un desidioso olor a zorruno. Para remediar ese tufillo, mi
madre le echaba al brasero una cáscara de naranja y la estancia olía de otra
manera más agradable. La contraindicación de este calefactor artesanal estaba
en su combustión y a veces, quienes se quedaban dormidos sobre la mesa de
camilla, podían atufarse.
Hace
pocos meses encontré varios braseros arrinconados en el terrao de la casa de mis padres. Aún mantenían erguida su figura,
aunque su estampa estaba cubierta por el polvo y su finalidad sepultada por el
tiempo.
LA
CANDELA
En los años en que mi padre tuvo cabras, les traía
ramón y chupones de los olivos para complemento de su alimentación y ahorro en
pienso. Parece que estoy viendo los hachos
de ramón colgados en la pared y las cabras royéndolos hasta dejar las ramas sin
hoja alguna. Estos hachos o haces, ya de leña, los depositaba en un rincón del
corral para que se secaran y esperar la llegada del otoño para hacer con ellos candela.
Alguna vez lo vi junto al pilar de la Fuente de las Risas formando una pira con
los haces secos. Cuando ya habían prendido y antes de convertirse en ceniza, el
rescoldo lo iba apagando poco a poco en el momento justo para que hiciera una
cocción ahogándolo. Era un arte saber cuándo la candela estaba en su punto y
convertirse en combustible para el brasero. Una de las últimas veces no terminó
de apagarse bien y comenzaron a prenderse los sacos cuando ya estaban
almacenados en la cuadra.
Había otras maneras de hacernos con la candela, bien comprándola al “Alpargate” que la vendía por las calles a lomos de su burro y con el serón cargado, o en la carbonería de Rosa “la torrecampeña” que tenía un lúgubre y ennegrecido almacén en una casa que hacía esquina con la calle 18 de Julio y González. Allí, aquella mujer oriunda de Torredelcampo, vendía por celemines la candela (picón), orujo, carbón y carbonilla, siempre con una mano protegida por un guante negro.
Texto extraído del libro "12 MESES DE MI INFANCIA. Úbeda en los años 60 desde la calle Fuente de las Risas". JASA
lunes, 28 de septiembre de 2020
PROGRAMACIÓN DE LA ATÍPICA FERIA DE SAN MIGUEL DE ÚBEDA 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE SEPTIEMBRE
Este mes se aferraba en ser la continuación del
verano y aunque las horas de luz se iban acortando y algunas tormentas hacían acto
de presencia, todavía quedaban vestigios del buen tiempo que tanto me gustaba,
porque los primeros días seguían siendo una prolongación de la época estival y
la escuela no arrancaba en serio hasta después de la feria, que para mí y todos
los chiquillos, era la fiesta más esperada de todo el año.
LA
VERBENA DE LA VIRGEN
La verbena de mi calle sólo la recuerdo muy
remotamente en los primeros años de esta década. En una hornacina y en la
esquina de la casa que había frente a la que yo nací había, y hay, una pequeña
imagen de la Virgen María. En honor a su festividad el Santo Nombre de María o
Dulcenombre de María, se celebraba cada 12 de septiembre una verbena. Todos los
vecinos del ese tramo de calle participaban de alguna manera dando realce a la
misma, colocando banderines de tela de balcón a balcón y sacando macetas a la
puerta de la calle. Esta imagen tenía su cuidadora especial que se llamaba
Isabel Jiménez, mujer muy devota a la que todos conocían como Isabelilla. Ella ejercía
de camarera y también la que adecentaba de vez en cuando la pequeña hornacina. Pero
era en septiembre cuando se volcaba mucho más, convirtiendo aquella pequeña
capillita en todo un altar repleto de flores que llevaban los vecinos. Durante
su día y la víspera, la reja que la guardaba permanecía abierta y como algo
especial, se colocaba delante un altar y se le ponía una bombilla con mucha más
potencia de la habitual que iluminaba la noche como un ascua de oro. Algunos
vecinos que no llegaban hasta la verbena, sacaban sus sillas a la puerta de la
calle y allí se convidaban a cuerva acompañada de alguna berenjena. A Juan
Pedro Gallego “Telaraña”, el que ejerciera de mi abuelo, le llamaban el alcalde
del barrio porque aportaba algo más a la causa y también ponía una bombilla
extra encima de su balcón para dar más luz a la zona. Recuerdo ver en las
cámaras de su casa, las banderitas ajadas por el tiempo confeccionadas con retales
de telas multicolores, adheridas a largas y enmarañadas cuerdas. A comienzo de
esta década (1961-1962) desapareció la verbena, e Isabelilla en ese día de
septiembre, sólo engalanaba la Virgen y su hornacina, también mantenía encendida
la bombilla “gorda”. Hace poco tiempo, unos nuevos propietarios de la casa
donde se ubica la imagen, quisieron rescatar esta tradición y la mantuvieron
durante varios años para el recuerdo romántico de los más viejos del lugar. En
cuanto a la antigüedad de la capilla sabemos, por Juan Ramón Martínez Elvira,
que ya existía en 1702, por lo que suponemos que estaba erigida -cuanto menos-
a finales del siglo XVII.
LA
FERIA EN LA ESTACIÓN
La celebración oficial de la festividad San Miguel en la feria de los años 60 se limitaba a una misa en Los Frailes y así se ha mantenido durante muchos años hasta la aparición del grupo parroquial que en su día impulsó Eduardo Jiménez Torres “Zorrica” y que saca en procesión al patrón desde el año 2001. La feria, durante la década que estoy recordando, tuvo su enclave en lo que iba a ser en su día la nueva estación del tranvía, aunque por avatares del destino quedó siendo la estación de autobuses y en la actualidad aún continúa allí. Dentro de la edificación y a mediados de los 60 (1966-1967) se montó un parque y rio artificial con ciervos incluidos a iniciativas de la Compañía Sevillana de Electricidad en colaboración con la Jefatura Provincial de Montes, dando vida a la Feria de la Electricidad. Aquello fue un atractivo que recuerdan todos los que lo vivieron. Bajo el mismo techo se ubicaba la caseta municipal. En 1960, y esto no lo viví pero me lo han contado, en los bailes de esta caseta popular, cada día se elegía a la “Guapa” de un barrio y curiosamente uno de esos días le tocó a la representante del “Barrio de la Fuente de las Risas” ¡Qué categoría! A su alrededor se montaban las demás casetas, los carruseles y el teatro Chino de Manolita Chen, que llamaba nuestra atención pero sin saber qué espectáculo se ofrecía en su interior. Aparte de los perdurables coches de choque, estaban las Cunicas de Sánchez, las Olas de Vico, las Volaoras, los Aviones-torpedo, la Barca, el Látigo, el Baby Maribel, Baby Gaitán, etc.,… Había otras atracciones como la Casa de los Espejos, La Petite Terín, La Mujer serpiente y las tómbolas como la de Cristóbal con su regalo de ¡Balón, balón, balón y balón! o la de Las Muñecas con su premio especial de ¡Una Muñequita andadora! En el entorno, se ubicaban los bares, churrerías y varios puestos, algunos exponiendo una novedosa golosina como era la manzana envuelta en caramelo rojo y en algún rincón o esquina, un hombre o mujer vendiendo berenjenas de Almagro que tenía dentro de una orza. Y otros tenderetes que vendían marisco con montones de camarones, cangrejos y gambas muy rojizas, sobre hules de plástico blanco. Frente a la estación se instalaban otras casetas de baile, como la del Club Diana e incluso de la Cruz Roja, porque la del Club 61 la instalaban en el edificio de Falange. Detrás de la Colonia del Carmen (antes de convertirse en la calle Granada) montaban el circo Arriola pero a él nunca me llevaron mis padres; nos conformábamos con ver por detrás las jaulas de las fieras y comprobar el pestazo que desprendían. En esta década se impulsaron varias actividades que ya han desaparecido, como el Concurso de Hípica en el Campo General Nogueras Márquez, desde 1967; las carreras pedestres, las carreras ciclistas y también unas curiosas carreras de camareros. Las tiradas de Pichón y Plato, las representaciones teatrales y sobre todo las corridas de toros, tenían su cita anual en estas fechas, despuntando por este tiempo nuestro torero más destacado, Antonio Millán Díaz “Carnicerito de Úbeda”. La feria de ganado estaba por entonces ubicada en la calle San Marcos e inmediaciones y pocos años después la trasladaron a la parte norte, junto a la carretera de Circunvalación y calle Carolina. Ponía el broche final la Gran Traca que, junto al Castillo de fuegos artificiales del día de San Miguel, eran los dos espectáculos pirotécnicos que en aquellos años se hacían.
JASA
domingo, 27 de septiembre de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE AGOSTO
AGOSTO
El calor pesaba como una losa aunque a la
chiquillería eso nos importaba poco. Estábamos en el ecuador de los cines de
verano, los baños en barrenos, los polos de limón y la calle, siempre la calle,
donde desarrollábamos y dábamos rienda suelta a nuestra imaginación. Mientras
tanto, los carros tirados por bestias repletos de paja, dejaban su rubia carga en
las puertas de las casas de los campesinos, que eran la mayoría.
LOS
CARROS DE LA PAJA
Era agosto el mes más temido en mi casa por una
circunstancia que se repetía todos los años, como era el almacenamiento de la
paja para el ganado. De las eras del Cerro de la Horca salía la paja y el
bálago para los animales de cuadra, principalmente para las cabras y las bestias
de carga como los mulos o los burros. Este alimento, que era transportado a
granel en carros con unas grandes redes que lo embolsaban a ambos lados y también
descolgaba por la parte trasera, llegaba al domicilio del ganadero o agricultor
y era descargado en la puerta de la calle. Los que sólo disponían de animales
de labor, con un carro tenían suficiente para todo el año, pero los que también
tenían ganado, debían almacenar al menos tres o cuatro portes. La mayoría de
las casas de mi barrio estaban acondicionadas para el almacenaje que se hacía
en las cámaras. Para subir la paja a esa segunda planta, se empleaban espuertas,
bien de esparto o de goma que se asían con unos ganchos de hierro y por medio
de una soga y una carrucha se depositaba en la zona de la casa que se
encontraba bajo las cubiertas de los tejados. Para su consumo diario, o bien se
bajaba en sacos o espuertas, o se utilizaban unas toberas que muchas viviendas todavía
tenían y por ellas caía hasta la planta baja.
Casi siempre era en
plena siesta y cuando más calor hacía, cuando aparecía el “Chato Ruedas” con el
carro de la paja. No entendía el porqué algunos vecinos siempre exclamaban la misma
frase: ¡Venga, a entrar la paja con la
fresquita! No llegaba a entender cómo a 40º grados era la fresquita. Con el
paso de los años comprendí que aquella frase era pura ironía. En esa tarea los
chiquillos desempeñábamos una importante función aunque de manera irregular,
pero nos implicábamos, máxime cuando nuestro esfuerzo tenía como recompensa una
entrada para el cine. En ocasiones, se invitaban a otros chavales de la
vecindad para que echaran una mano, previo pago de unas pesetas que serían
también para ir al cine de la Cava. En mi casa había un premio añadido, como era
el baño reconfortante en unos barreños llenos con agua del pozo que llevaban
todo el día calentándose al sol; era nuestra piscina particular en la que
-incluso- buceábamos. Con el paso de los años y la mecanización, la paja y la
alfalfa venía empacada y era mucho más fácil de transportar y almacenar, aunque
bastante más pesada.
Al mencionar el cine de la Cava, lo primero que
viene a mi recuerdo y al de muchos de la época, es el aroma que desprendían las
altas y frondosas matas de dompedros que había en el pasillo de acceso a él. Está
claro que por la cercanía, éste era nuestro cine, el más fresquito de todos
pero el que antes echaba el telón cuando comenzaba a cambiar el tiempo. Durante
toda la temporada cinematográfica, se ponía en la puerta del salón de verano Agustín
Poisón “Pirulín” con su carrillo de chucherías, todas iluminadas por una
bombilla que colgaba por encima. Enfrente de éste y al lado de la taquilla,
había un bar sin mucha clientela que regentaba Alfonso Dueñas al que los
mayores conocían por “el Brujo”. En la pared y junto al portón de madera
pintado de verde, había colgados algunos cartelones donde aparecían una docena
de fotogramas en color de la película anunciada e incluso de otras proyecciones
próximas.
No era mi padre mucho
de pagarnos una gaseosa en el ambigú, por lo que siempre llevaba una botella de
agua y con eso “Íbamos que chutábamos”.
Recuerdo muchos títulos de aquellos años 60, pero los que más nos atraían a los
chiquillos de entonces eran las de aventuras, sobre todo las del Oeste siendo
“La Muerte tenía un precio” la estrella, las de romanos, destacando para mí la
saga de “Los 10 Gladiadores” y la saga de “Fumanchú” que a la sazón fueron con
las que tuve mis primeras pesadillas. Si nos gustaban mucho decíamos ¡Vaya peliculón! y si nos aburríamos ¡Esto es un pastelazo! Las que tenían
buena carta de presentación, eran aquéllas en que aparecía al principio un león
rugiendo. He de reconocer que había otros títulos más atractivos para las
féminas, chiquillas o mociquillas,
como “Sisi”, “Mary Poppins”, “Sonrisas y Lágrimas” o las que protagonizaba
Marisol. No había función en la que no llamara nuestra atención el paso por el
firmamento estrellado de una estrella fugaz en una décima de segundo.
En mitad de la
proyección, siempre se hacía un descanso para que se consumiera en el ambigú o
se fuera al servicio. En este intermedio había una banda sonora que nos
acompañó durante muchos veranos, como eran las canciones “Pepa Bandera” y Paco,
Paco, Paco” de Encarnita Polo, “Juanita Banana” de Luis Aguilé, “La Felicidad”
de Palito Ortega o “María Isabel” de Los Payos. Mientras tanto, los chiquillos aprovechábamos
para correr como los indios delante de la pantalla levantando una gran
polvareda de la tierra y la gravilla suelta del suelo que no era del agrado de
los mayores. Al decir esto, muchos que vivieron estos años, se habrán percatado
de que no íbamos a Preferencia, sino a General que era más barato y las sillas
eran de hierro y otras de enea, mientas que la zona más cara las tenía de
madera y más nuevas.
Al regresar a nuestra
casa y en unos cambrones que asomaban por el bardal de la “Chuminica”,
habitaban unos gusanos con luz que casi nunca pudimos atrapar y cuando cogíamos
alguno, para sorpresa nuestra ya no se encendían. Recuerdo a mi padre, cuando
el tiempo refrescaba, ir al cine con una chaqueta gris de chéster sobre los
hombros. Cuando entrábamos por el portal, solíamos hacerlo bastantes sigilosos,
porque casi siempre de entre la hierba o los sacos de pienso, salían curianas e
incluso ratones y hasta que no acabábamos con ellos no nos íbamos a la
cama.
Unos, mayores que nosotros, se subían a los pinos que había alrededor de los jardines del Alférez Rojas para ver gratis la película. Su sorpresa era (o la sorpresa de sus madres) cuando se bajaban del árbol y comprobaban que tenían manchados los pantalones de resina, tan difícil de quitar. Otros, se colaban por las vallas de edificios colindantes, hasta que los pillaba el portero. Yo no me colé jamás por los bardales, pero sí me subí en alguna ocasión a los pinos cuando contaba unos once o doce años. Durante los días siguientes a la película que nos gustaba, los chiquillos convertíamos nuestra calle en el campo de batalla donde luchaban los romanos o en el escenario de las películas de indios y americanos, siendo sierra Mágina las montañas del lejano Oeste. Por cierto, luego le cogía a mi padre el sombrero de paja y lo doblaba para que se pareciera al que llevaban los héroes americanos, con la posterior reprimenda por habérselo destrozado.
JASA
viernes, 25 de septiembre de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE JULIO
JULIO
El cubo de zinc lleno con agua fresca del pozo en el que flotaba la fruta del tiempo y alguna que otra botella, el gazpacho en una fuente escarconchá de porcelana blanca, la interminable hora de la siesta, la aparición de múltiples esoyones que lucíamos en codos y rodillas pintados de roja Mercromina y los melones y sendrías como postre encima de la mesa, eran las señales inequívocas de que estábamos en el mes julio, en pleno verano.
En la antigua Travesía de Chirinos que ahora tiene
por nombre calle Barco y que se encuentra frente a la hornacina de la Virgen,
vivía un vecino llamado Antonio Gutiérrez Medina. Este hombre oriundo de Jódar,
perdió el amor de su vida, su novia, y desde entonces dedicó todo su tiempo y
su cariño a los más jóvenes, precisamente esos mismos jóvenes de Acción
Católica serían los que le apodarían “El Viejo” debido a su diferencia de edad.
En 1958 quiso que los niños con menos posibles económicos disfrutaran de unos
días de vacaciones y convivencia en campamentos, tanto en la sierra como en la
playa. Debido a la proximidad y a la amistad vecinal, Antonio propuso y ofreció
a mi madre -en varias ocasiones- la posibilidad de que yo fuese a uno de esos
campamentos que serían gratuitos, a lo que ella nunca accedió, no sé si por
miedo a que me pasara algo o porque no nos significáramos demasiado con estos
movimientos cercanos al franquismo; creo que más bien era por lo primero. En
cualquier familia el hijo primogénito es el que les va abriendo las puertas a
los que vienen detrás, pero debido a mi corta edad y al temor de mi
progenitora, ésa no la pude abrir. Teniendo una oportunidad tan cercana nunca
la aprovechamos y nunca fui a campamento alguno, salvo el de la Mili. En la
actualidad se continúan llevando a cabo dichos campamentos, hoy enmarcados en las
actividades de la JACE.
El pilar-abrevadero que da nombre a nuestra calle,
fue en la infancia de todos mis coetáneos más que un icono. Era la fuente de
vida para los años de sequía, porque de sus tres caños había uno que todavía manaba
agua más potable que los demás, hoy desaparecido. Era el manantial de agua para
el ganado. El mayor tránsito lo tenía cuando las caballerías partían o
regresaban del campo, pero también cuando los vaqueros llevaban sus reses a abrevar,
tanto por la mañana como por la tarde. Curiosamente todos emitían un silbido
peculiar que animaba a beber a los animales, tanto los de pezuñas como los de
cascos. La mayoría de los vaqueros coincidían a las mismas horas, que era
después de los ordeños, teniendo que guardar su turno. Su organización era
improvisada, dado que las vacas entraban por el lado que daba al poniente y
salían por el otro, de esta manera no se cruzaban. También fue el agua extra
para la limpieza del hogar o para hacer la colada; de hecho y en algunas
ocasiones, también bajaban algunas vecinas a lavar allí la ropa. En ocasiones, el
pilar se convertía en un lugar de juego, aunque este entretenimiento no les
agradaba a los ganaderos y hombres del campo, porque les enturbiábamos el agua
y los animales no la bebían. Algunos hasta se bañaban, pero no era muy
recomendable por las ovas y las
sanguijuelas, pero sí que chapoteábamos, lanzábamos piedras y nos poníamos
tupíos.
JASA
jueves, 27 de agosto de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE JUNIO
Escuela de Marialao a mediados de los 60
JUNIO
Junio era el pórtico del tan esperado verano y ya nos ponían a los niños los pantalones cortos y las sandalias, y a las niñas las liberaban de los leotardos y las medias. Mes que era la antesala de las vacaciones al no haber escuela por la tarde y los chiquillos tomábamos la calle. Mes en el que se buscaba el frescor del portal y el agua del botijo, reencontrándonos con el sabor de los alcarciles y el olor a la yerbabuena de los caracoles.
MI PASO POR “MARIALAO”
Mi primer contacto con la escuela fue en la de “Marialao” cuando yo tendría unos tres años. Al comienzo del curso, lo primero que había que llevar antes de nada, era la silla que, para que no la moviéramos, la clavaba a la pared o las asía entre ellas por los espaldares, siendo ése el lugar que ocupábamos durante todo el curso. Una silla a la que, algunas veces, le nacían unos parásitos que nos ponían los muslos encirotaos de picaduras. Cuando “Marialao” comenzó a tener una edad avanzada, quedó toda la responsabilidad para su hija Pepa que unificó en una habitación a los escolares de ambos sexos. Los veranos eran los más divertidos y a la vez complicados, dado que había una avalancha de anjalicos y chiquillos que, para ubicarlos, se ampliaban las clases al portal e incluso hasta la misma cocina. Y lo recuerdo porque cuando su marido tenía que sacar el mulo de la cuadra, los que estábamos allí nos levantábamos para volver a ocupar nuestras sillas cuando el animal ya estaba en la calle. En el patio tenía un bacín por si se presentaba una urgencia, pero las que más lo utilizaban eran las chiquillas, porque nosotros aguantábamos de un tirón; claro, así cuando salíamos a la calle la mayoría meábamos en un poste que había a la vuelta de la esquina. En nuestra cartera, bien de tela o de cuero para los más desahogados, llevábamos lo imprescindible: la pizarra de mano, con tizas o pizarrines que los había blancos y negros, pero curiosamente ambos pintaban de blanco. Aquellos pizarrines se convirtieron en un peligro para los más pequeños, porque se los metían en la nariz y a más de uno había que sacárselos con unas pinzas o llevarlos a la Cruz Roja, por ello fueron prohibidos unos años más tarde; un trapo para borrar las pequeñas pizarras era imprescindible, aunque a veces nos apañábamos con los puños; un plumier, con un piso o con dos, donde iban los lápices junto a la maquinilla de hacer punta, la goma de borrar Milán, que por cierto había algunas que olían a nata e incitaban a hincarle el diente y en más de una ocasión así lo hacíamos; las cartillas de escritura y de las cuentas de la marca Lanzas o Rubio, y si ya eras un poco mayor, disponías de blocs, bolígrafos y El Parvulito que era el paso previo para la Enciclopedia y con esto sabías casi tanto como la maestra. Las niñas -aparte- tenían que hacer labores de costura -sobre todo las mayores- para que el día de mañana fueran unas mujeres de provecho.
Como cualquier escuela de aquella época, lo primero que se hacía al entrar era rezar con una musiquilla muy peculiar y esa misma “partitura” se empleaba para contar del uno al cien, recitar la tabla de multiplicar que, al llegar al nueve, algunos nos faltaba el aire, y rezar el Padrenuestro, la Salve o el Credo. También, como cualquier escuela de esos años, existían los castigos para los más revoltosos o malos estudiantes. “Marialo” tenía una “palmeta” en su mesa que empleaba para impartir el correspondiente castigo sobre las palmas de las manos, bien por propia voluntad o sujetadas por ella en el caso de retirarlas cuando propiciaba el palmetazo. Si era en invierno, ya teníamos garantizadas las manos bien calientes. Su hija Pepa tenía en su lugar una regla de madera. Además, “Marialao” tenía otro castigo para los muy rebeldes, como era ponerlos sentados en los escalones blanqueados de una escalera que subía a las cámaras, con el consiguiente temor que ello suscitaba, porque en esos lugares -aparte de la paja- solían pulular las ratas, vamos, que era ni más ni menos que el “cuarto de las ratas” y su exclamación era: ¡Como no te portes bien, te encierro en el cuarto de las ratas! Hubo un escolar que, debido a sus largas permanencias allí, ya le conocíamos como Juanito “el de la escalera”. Precisamente en la puerta que subía a la cámara, estaba colgada la pizarra de tabla negra. Sobre la mesa de la maestra no había muchas cosas, aparte de una libreta y un lápiz que le sacaba punta con una navaja que tenía en el cajón junto con algunas cosas más, como la temida palmeta. Entre los niños corría un “truco” para combatir el dolor de este objeto disciplinante y era el tener la mano untada en aceite y restregada con ajo; craso error. Con el paso de los años y al entrar a trabajar en El Métrico, descubrí que aquel trozo de tablilla era la mitad de una percha de madera. Siempre que los chiquillos la sacábamos de quicio exclamaba: ¡Y una miércoles! A pesar de todo, a aquella maestra la tuvimos en gran estima todos los que pasamos por su escuela, que fuimos muchos y muchas, siendo la que nos enseñó a leer, escribir, las cuatro reglas, geografía e historia y resolver los primeros problemas.
JASA
CABAÑUELAS PARA EL FINAL DE 2020. Úbeda y la comarca.
Ya nos ha hecho llegar nuestro amigo El Piti las cabañuelas para lo que queda de año y los ocho meses del que viene. Pero como él lo separa en cuatrimestres, pues aquí tenemos el primero, el que corresponde a los cuatro últimos meses del año en curso. Como podési comprobar lo más llamativo es la escasez inportante de lluvias. Esperemos que se equivoque por completo, porque después del año que llevamos, lo que falta es una sequía. Aprovechamos para darle desde aquí nuestra enhorabuena, por los muchos aciertos en las cabañielas del año pasado, salvo en el mes de febrero que echó un borrón, como los buenos pintores.
martes, 19 de mayo de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE MAYO
Por JASA
En el mes de mayo de aquellos inocentes años de la infancia, aparecen en mis recuerdos mezclados varios sentidos que aportaban el color de las amapolas junto a las varitas de San José, el olor a la hierba amontonada en los portales de mi casa y el sabor diferente de la leche con su color amarillento, las habas verdes, los altares en las casas junto a una canción que cantábamos y acababa de así: “Con flores a porfía, que Madre nuestra es”.