AGOSTO
El calor pesaba como una losa aunque a la
chiquillería eso nos importaba poco. Estábamos en el ecuador de los cines de
verano, los baños en barrenos, los polos de limón y la calle, siempre la calle,
donde desarrollábamos y dábamos rienda suelta a nuestra imaginación. Mientras
tanto, los carros tirados por bestias repletos de paja, dejaban su rubia carga en
las puertas de las casas de los campesinos, que eran la mayoría.
LOS
CARROS DE LA PAJA
Era agosto el mes más temido en mi casa por una
circunstancia que se repetía todos los años, como era el almacenamiento de la
paja para el ganado. De las eras del Cerro de la Horca salía la paja y el
bálago para los animales de cuadra, principalmente para las cabras y las bestias
de carga como los mulos o los burros. Este alimento, que era transportado a
granel en carros con unas grandes redes que lo embolsaban a ambos lados y también
descolgaba por la parte trasera, llegaba al domicilio del ganadero o agricultor
y era descargado en la puerta de la calle. Los que sólo disponían de animales
de labor, con un carro tenían suficiente para todo el año, pero los que también
tenían ganado, debían almacenar al menos tres o cuatro portes. La mayoría de
las casas de mi barrio estaban acondicionadas para el almacenaje que se hacía
en las cámaras. Para subir la paja a esa segunda planta, se empleaban espuertas,
bien de esparto o de goma que se asían con unos ganchos de hierro y por medio
de una soga y una carrucha se depositaba en la zona de la casa que se
encontraba bajo las cubiertas de los tejados. Para su consumo diario, o bien se
bajaba en sacos o espuertas, o se utilizaban unas toberas que muchas viviendas todavía
tenían y por ellas caía hasta la planta baja.
Casi siempre era en
plena siesta y cuando más calor hacía, cuando aparecía el “Chato Ruedas” con el
carro de la paja. No entendía el porqué algunos vecinos siempre exclamaban la misma
frase: ¡Venga, a entrar la paja con la
fresquita! No llegaba a entender cómo a 40º grados era la fresquita. Con el
paso de los años comprendí que aquella frase era pura ironía. En esa tarea los
chiquillos desempeñábamos una importante función aunque de manera irregular,
pero nos implicábamos, máxime cuando nuestro esfuerzo tenía como recompensa una
entrada para el cine. En ocasiones, se invitaban a otros chavales de la
vecindad para que echaran una mano, previo pago de unas pesetas que serían
también para ir al cine de la Cava. En mi casa había un premio añadido, como era
el baño reconfortante en unos barreños llenos con agua del pozo que llevaban
todo el día calentándose al sol; era nuestra piscina particular en la que
-incluso- buceábamos. Con el paso de los años y la mecanización, la paja y la
alfalfa venía empacada y era mucho más fácil de transportar y almacenar, aunque
bastante más pesada.
Al mencionar el cine de la Cava, lo primero que
viene a mi recuerdo y al de muchos de la época, es el aroma que desprendían las
altas y frondosas matas de dompedros que había en el pasillo de acceso a él. Está
claro que por la cercanía, éste era nuestro cine, el más fresquito de todos
pero el que antes echaba el telón cuando comenzaba a cambiar el tiempo. Durante
toda la temporada cinematográfica, se ponía en la puerta del salón de verano Agustín
Poisón “Pirulín” con su carrillo de chucherías, todas iluminadas por una
bombilla que colgaba por encima. Enfrente de éste y al lado de la taquilla,
había un bar sin mucha clientela que regentaba Alfonso Dueñas al que los
mayores conocían por “el Brujo”. En la pared y junto al portón de madera
pintado de verde, había colgados algunos cartelones donde aparecían una docena
de fotogramas en color de la película anunciada e incluso de otras proyecciones
próximas.
No era mi padre mucho
de pagarnos una gaseosa en el ambigú, por lo que siempre llevaba una botella de
agua y con eso “Íbamos que chutábamos”.
Recuerdo muchos títulos de aquellos años 60, pero los que más nos atraían a los
chiquillos de entonces eran las de aventuras, sobre todo las del Oeste siendo
“La Muerte tenía un precio” la estrella, las de romanos, destacando para mí la
saga de “Los 10 Gladiadores” y la saga de “Fumanchú” que a la sazón fueron con
las que tuve mis primeras pesadillas. Si nos gustaban mucho decíamos ¡Vaya peliculón! y si nos aburríamos ¡Esto es un pastelazo! Las que tenían
buena carta de presentación, eran aquéllas en que aparecía al principio un león
rugiendo. He de reconocer que había otros títulos más atractivos para las
féminas, chiquillas o mociquillas,
como “Sisi”, “Mary Poppins”, “Sonrisas y Lágrimas” o las que protagonizaba
Marisol. No había función en la que no llamara nuestra atención el paso por el
firmamento estrellado de una estrella fugaz en una décima de segundo.
En mitad de la
proyección, siempre se hacía un descanso para que se consumiera en el ambigú o
se fuera al servicio. En este intermedio había una banda sonora que nos
acompañó durante muchos veranos, como eran las canciones “Pepa Bandera” y Paco,
Paco, Paco” de Encarnita Polo, “Juanita Banana” de Luis Aguilé, “La Felicidad”
de Palito Ortega o “María Isabel” de Los Payos. Mientras tanto, los chiquillos aprovechábamos
para correr como los indios delante de la pantalla levantando una gran
polvareda de la tierra y la gravilla suelta del suelo que no era del agrado de
los mayores. Al decir esto, muchos que vivieron estos años, se habrán percatado
de que no íbamos a Preferencia, sino a General que era más barato y las sillas
eran de hierro y otras de enea, mientas que la zona más cara las tenía de
madera y más nuevas.
Al regresar a nuestra
casa y en unos cambrones que asomaban por el bardal de la “Chuminica”,
habitaban unos gusanos con luz que casi nunca pudimos atrapar y cuando cogíamos
alguno, para sorpresa nuestra ya no se encendían. Recuerdo a mi padre, cuando
el tiempo refrescaba, ir al cine con una chaqueta gris de chéster sobre los
hombros. Cuando entrábamos por el portal, solíamos hacerlo bastantes sigilosos,
porque casi siempre de entre la hierba o los sacos de pienso, salían curianas e
incluso ratones y hasta que no acabábamos con ellos no nos íbamos a la
cama.
Unos, mayores que nosotros, se subían a los pinos que había alrededor de los jardines del Alférez Rojas para ver gratis la película. Su sorpresa era (o la sorpresa de sus madres) cuando se bajaban del árbol y comprobaban que tenían manchados los pantalones de resina, tan difícil de quitar. Otros, se colaban por las vallas de edificios colindantes, hasta que los pillaba el portero. Yo no me colé jamás por los bardales, pero sí me subí en alguna ocasión a los pinos cuando contaba unos once o doce años. Durante los días siguientes a la película que nos gustaba, los chiquillos convertíamos nuestra calle en el campo de batalla donde luchaban los romanos o en el escenario de las películas de indios y americanos, siendo sierra Mágina las montañas del lejano Oeste. Por cierto, luego le cogía a mi padre el sombrero de paja y lo doblaba para que se pareciera al que llevaban los héroes americanos, con la posterior reprimenda por habérselo destrozado.
JASA
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