A pesar de comenzar con un día de fiesta, no era
precisamente el mes que más atraía mi atención. Todo se tornaba de un color
gris ceniza y en la calle se respiraba cierta melancolía, tristeza… brillaba
menos la luz y se alargaba la oscuridad. Irremisiblemente se acercaba el
invierno. Las chimeneas exhalaban el humo ceniciento del hogar desde el
arranque del día. Las flores de las macetas ya no se asomaban a corrales y
balcones.
EL
DÍA DE LOS DIFUNTOS
Era en los primeros días de noviembre cuando la
coqueta del dormitorio de mis padres cambiaba de aspecto, convirtiéndose en un
pequeño altar donde se le rendía culto a los muertos y a mí me daba un poco de
miedo. Allí, recostadas en el cristal biselado, estaban unas fotografías que
durante el resto del año dormitaban en una caja de lata que aún desprendía olor
a Cola Cao. Eran las fotografías de tres de mis abuelos. Delante de ellos se
colocaba un recipiente -un tazón de loza- casi lleno de agua y se completaba
con aceite usado para depositar sobre él unas mariposas encendidas que flotaban y lucían durante un día, hasta
que comenzaban a chirrear, siendo esa la señal que anunciaba su final. Eran las
luces para los difuntos, nuestros particulares santos. Aquellas mariposas
progresivamente fueron decayendo en uso para ser sustituidas por las velas
enfundadas en plástico rojo y hasta por otras imitaciones con alimentación de
una pila. En todos los hogares de antaño existía esa tradición que aún se
mantiene en las casas de algunos mayores.
Las
flores más populares que se ponían en las tumbas del cementerio eran las celosías,
conocidas popularmente como “Crestas de gallo” y les llamaban “las flores de
los muertos”. En las huertas de las inmediaciones dedicaban una parcela para
cultivarlas y en el mercado de abastos se vendían durante los días previos a
los Santos y Difuntos, para adornar los nichos y tumbas del campo santo. En la
actualidad, esta flor ha dejado de estar vinculada a dicha conmemoración e
incluso ha desaparecido de nuestro entorno.
GASTRONOMÍA
POPULAR PARA LOS SANTOS
La gastronomía popular tenía para estas fechas sus
especialidades concretas. Eran elaboraciones artesanales que se hacían en la
mayoría de las casas, humildes o no, pero en las nuestras sí que se elaboraban en
torno a la mesa de camilla y todos estábamos presenciándolas en derredor de
ellas. En ocasiones, queríamos participar y meter la mano, pero los padres no
nos dejaban, a lo sumo nos darían la tarea de echar el azúcar o la canela por
encima. Estos platos típicos consistían en las exquisitas gachas, que muchos mocicos las empleaban para hacer la
gracia tapando las cerraduras de las puertas de la calle, sobre todo donde
había mocicas. Otro plato estrella
eran los boniatos asados o batatas, espolvoreados de canela, todo un manjar
para los paladares de entonces. Las castañas asadas solían venderse en la Plaza Vieja en unos puestos cercanos a
los carrillos, o bien se asaban en viejas sartenes que se calentaban en la
lumbre e incluso en el brasero. Alguna que otra vez mi madre nos hacía calabaza
encalá. En las confiterías de la
época, como las de Camprubí, Lope o Pepico, se fabricaban otros productos que
también han llegado hasta nuestros días, como los Huesos de Santo o los Buñuelos
de Viento. Los ubetenses de más edad recordaban que, años atrás, hubo algunos vendedores
ambulantes que ofrecían estos buñuelos, destacando entre todos a uno que
llamaban “El Regaera” y que se situaba a la salida de los cines o bajo los
soportales de la plaza del General Saro (Plaza Andalucía) con su cesta de
mimbre al brazo para venderlos, pero él los rebautizó con el sugerente nombre
de “Pelotas de fraile”.
El eje en torno al cual giraba toda la vida en los meses invernales, era la mesa de camilla; y era el común denominador de todos los hogares que se convertía en el momento ideal para que nuestras madres nos hicieran una sartená de rosetas y culminar así la felicidad del día.
Texto extraído del libro 12 MESES DE MI INFANCIA. "Úbeda en los años 60 desde la calle Fuente de las Risas".
JASA
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