Por JASA
En el mes de mayo de aquellos inocentes años de la infancia, aparecen en mis recuerdos mezclados varios sentidos que aportaban el color de las amapolas junto a las varitas de San José, el olor a la hierba amontonada en los portales de mi casa y el sabor diferente de la leche con su color amarillento, las habas verdes, los altares en las casas junto a una canción que cantábamos y acababa de así: “Con flores a porfía, que Madre nuestra es”.
LA TRAÍDA DE LA VIRGEN
DE GUADALUPE
Desde mi nacimiento y hasta entrados en la década de
los 70, no supe lo que era ir de romería. En mi infancia sólo recuerdo varios
momentos concretos: la visita a la capilla del Hospital de Santiago cuando
traían a la patrona y pasaba allí unos días, las visitas a Santa María y la despedida
en el mismo hospital por donde pasaba antes de retornar de nuevo a su santuario.
Todo siempre de la mano de mi madre y puede que hasta me utilizara como
acompañante, porque en aquellos años aún no estaba bien visto que una mujer fuese
sola a ningún sitio. Creo que durante su estancia en Úbeda, a la patrona la
llevaban sobre unas pequeñas angarillas a la casa de algunos impedidos o
enfermos que lo solicitaban. Cuentan varios de mis coetáneos que, por nuestra
calle la vieron pasar y entrar a casa de Juan Pedro “Telaraña”, pero yo ya no
vivía con ellos. Para que sirva de recordatorio, la traída de la Virgen de
Guadalupe a Úbeda se hacía el Domingo de Pentecostés, cayendo así cada año en
una fecha distinta; sin embargo fue en esta década (1963) cuando la cofradía adelantó
la fecha y adoptó el día 1º de Mayo para su romería y traída hasta Úbeda,
siendo entonces su presidente Manuel Moreno Pasquau.
CAÍDA
DE UN RAYO
Era domingo por la mañana y llevábamos un año
viviendo en el número 76 de la calle Fuente de las Risas. Una tormenta matutina cargada de mucho
aparato eléctrico despertó a la vecindad que aún no estuviera en pie, porque un
fortísimo estallido hizo temblar todas las casas. Yo todavía estaba en la cama y
serían entre las nueve y media y las diez menos cuarto de la mañana. Había
caído un rayo unos metros más arriba, precisamente en la casa de Luisa y
Antonio, los que tenían la tiendecilla. En esa misma casa y hace unos meses visité
a Luisa, ya viuda de Antonio, y me contó lo siguiente: “El rayo atravesó la vivienda desde el tejado hasta los bajos de la
casa. Destrozó varias paredes y quemó toda la instalación eléctrica,
desplomando de la pared hasta el contador de la luz. Gracias a Dios no hubo que
lamentar desgracias personales porque aquel rayo derritió las patas de la cama
donde dormía mi hijo Blas, pero lo salvó la obligación de asistir a misa todos
los domingos a los Jesuitas”. En la mente de esta familia jamás olvidarán
aquella nube de mayo de 1962. La huella de aquel impacto quedó visible en la
pared del tejado durante muchísimos años y a pesar de estar pintada, cuando
paso cerca de ella aún reconozco el cerco que dejó.
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