Comenzaba octubre un poco más tarde para los
chiquillos, porque la feria ocupaba los primeros días. Ya las jornadas eran más
cortas, la climatología inestable y la tristeza del otoño era evidente. Los
días y las luces cambiaban sus tonalidades. En un festivo y a mediados de mes,
nos llegaban los sones procedentes de la Academia de Guardias y horas más tarde,
con sus guantes blancos y tricornios, los alumnos inundaban la ciudad.
EL
BRASERO
Era a finales de este mes cuando se sacaban las
faldillas de los cajones de la cómoda y se vestían las mesas de camilla y acto
seguido el brasero ocupaba su lugar en el hueco bajo la mesa. Los braseros
serían los encargados de caldear las habitaciones, principalmente en las que se
hacía la vida, como las cocinas o los comedores. Estaban alimentados por las
ascuas procedentes de la lumbre o el fogón, aparte de la candela, orujo o
carbonilla; cuando no era así, se encendían en los corrales e incluso en las
puertas de la casa. Éstos, solían estar protegidos por la lambrera y custodiados por la paletilla que servía para remover el
rescoldo cada cierto tiempo, misión que realizaban los mayores. Los braseros, ocasionalmente
y cuando se habían pasado las ascuas, servían para asar algunos productos como
las castañas, las pieles del bacalao o las cebolletas. También se convertían en
el consuelo para calentar las frías camas en las noches de invierno. En las
casas de los señoritos, estos
braseros calientacamas eran de un metal bronceado y tenían un mango largo. A
muchos les vendrá a la mente los humeantes tizones en los braseros procedentes
de la candela que nos hacían llorar, nos atufaban e inundaban de una fuerte
pestilencia toda la habitación hasta que no acababan con su vida asidos por las
tenazas y ahogados en el corral dentro de un cubo de agua, aunque ya nos habían
impregnado la ropa de un desidioso olor a zorruno. Para remediar ese tufillo, mi
madre le echaba al brasero una cáscara de naranja y la estancia olía de otra
manera más agradable. La contraindicación de este calefactor artesanal estaba
en su combustión y a veces, quienes se quedaban dormidos sobre la mesa de
camilla, podían atufarse.
Hace
pocos meses encontré varios braseros arrinconados en el terrao de la casa de mis padres. Aún mantenían erguida su figura,
aunque su estampa estaba cubierta por el polvo y su finalidad sepultada por el
tiempo.
LA
CANDELA
En los años en que mi padre tuvo cabras, les traía
ramón y chupones de los olivos para complemento de su alimentación y ahorro en
pienso. Parece que estoy viendo los hachos
de ramón colgados en la pared y las cabras royéndolos hasta dejar las ramas sin
hoja alguna. Estos hachos o haces, ya de leña, los depositaba en un rincón del
corral para que se secaran y esperar la llegada del otoño para hacer con ellos candela.
Alguna vez lo vi junto al pilar de la Fuente de las Risas formando una pira con
los haces secos. Cuando ya habían prendido y antes de convertirse en ceniza, el
rescoldo lo iba apagando poco a poco en el momento justo para que hiciera una
cocción ahogándolo. Era un arte saber cuándo la candela estaba en su punto y
convertirse en combustible para el brasero. Una de las últimas veces no terminó
de apagarse bien y comenzaron a prenderse los sacos cuando ya estaban
almacenados en la cuadra.
Había otras maneras de hacernos con la candela, bien comprándola al “Alpargate” que la vendía por las calles a lomos de su burro y con el serón cargado, o en la carbonería de Rosa “la torrecampeña” que tenía un lúgubre y ennegrecido almacén en una casa que hacía esquina con la calle 18 de Julio y González. Allí, aquella mujer oriunda de Torredelcampo, vendía por celemines la candela (picón), orujo, carbón y carbonilla, siempre con una mano protegida por un guante negro.
Texto extraído del libro "12 MESES DE MI INFANCIA. Úbeda en los años 60 desde la calle Fuente de las Risas". JASA
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