jueves, 27 de agosto de 2020

MIS RECUERDOS DEL MES DE JUNIO

Escuela de Marialao a mediados de los 60 

JUNIO

Junio era el pórtico del tan esperado verano y ya nos ponían a los niños los pantalones cortos y las sandalias, y a las niñas las liberaban de los leotardos y las medias. Mes que era la antesala de las vacaciones al no haber escuela por la tarde y los chiquillos tomábamos la calle. Mes en el que se buscaba el frescor del portal y el agua del botijo, reencontrándonos con el sabor de los alcarciles y el olor a la yerbabuena de los caracoles.

MI PASO POR “MARIALAO”

Mi primer contacto con la escuela fue en la de “Marialao” cuando yo tendría unos tres años. Al comienzo del curso, lo primero que había que llevar antes de nada, era la silla que, para que no la moviéramos, la clavaba a la pared o las asía entre ellas por los espaldares, siendo ése el lugar que ocupábamos durante todo el curso. Una silla a la que, algunas veces, le nacían unos parásitos que nos ponían los muslos encirotaos de picaduras. Cuando “Marialao” comenzó a tener una edad avanzada, quedó toda la responsabilidad para su hija Pepa que unificó en una habitación a los escolares de ambos sexos. Los veranos eran los más divertidos y a la vez complicados, dado que había una avalancha de anjalicos y chiquillos que, para ubicarlos, se ampliaban las clases al portal e incluso hasta la misma cocina. Y lo recuerdo porque cuando su marido tenía que sacar el mulo de la cuadra, los que estábamos allí nos levantábamos para volver a ocupar nuestras sillas cuando el animal ya estaba en la calle. En el patio tenía un bacín por si se presentaba una urgencia, pero las que más lo utilizaban eran las chiquillas, porque nosotros aguantábamos de un tirón; claro, así cuando salíamos a la calle la mayoría meábamos en un poste que había a la vuelta de la esquina. En nuestra cartera, bien de tela o de cuero para los más desahogados, llevábamos lo imprescindible: la pizarra de mano, con tizas o pizarrines que los había blancos y negros, pero curiosamente ambos pintaban de blanco. Aquellos pizarrines se convirtieron en un peligro para los más pequeños, porque se los metían en la nariz y a más de uno había que sacárselos con unas pinzas o llevarlos a la Cruz Roja, por ello fueron prohibidos unos años más tarde; un trapo para borrar las pequeñas pizarras era imprescindible, aunque a veces nos apañábamos con los puños; un plumier, con un piso o con dos, donde iban los lápices junto a la maquinilla de hacer punta, la goma de borrar Milán, que por cierto había algunas que olían a nata e incitaban a hincarle el diente y en más de una ocasión así lo hacíamos; las cartillas de escritura y de las cuentas de la marca Lanzas o Rubio, y si ya eras un poco mayor, disponías de blocs, bolígrafos y El Parvulito que era el paso previo para la Enciclopedia y con esto sabías casi tanto como la maestra. Las niñas -aparte- tenían que hacer labores de costura -sobre todo las mayores- para que el día de mañana fueran unas mujeres de provecho.

Como cualquier escuela de aquella época, lo primero que se hacía al entrar era rezar con una musiquilla muy peculiar y esa misma “partitura” se empleaba para contar del uno al cien, recitar la tabla de multiplicar que, al llegar al nueve, algunos nos faltaba el aire, y rezar el Padrenuestro, la Salve o el Credo. También, como cualquier escuela de esos años, existían los castigos para los más revoltosos o malos estudiantes. “Marialo” tenía una “palmeta” en su mesa que empleaba para impartir el correspondiente castigo sobre las palmas de las manos, bien por propia voluntad o sujetadas por ella en el caso de retirarlas cuando propiciaba el palmetazo. Si era en invierno, ya teníamos garantizadas las manos bien calientes. Su hija Pepa tenía en su lugar una regla de madera. Además, “Marialao” tenía otro castigo para los muy rebeldes, como era ponerlos sentados en los escalones blanqueados de una escalera que subía a las cámaras, con el consiguiente temor que ello suscitaba, porque en esos lugares -aparte de la paja- solían pulular las ratas, vamos, que era ni más ni menos que el “cuarto de las ratas” y su exclamación era: ¡Como no te portes bien, te encierro en el cuarto de las ratas! Hubo un escolar que, debido a sus largas permanencias allí, ya le conocíamos como Juanito “el de la escalera”. Precisamente en la puerta que subía a la cámara, estaba colgada la pizarra de tabla negra. Sobre la mesa de la maestra no había muchas cosas, aparte de una libreta y un lápiz que le sacaba punta con una navaja que tenía en el cajón junto con algunas cosas más, como la temida palmeta. Entre los niños corría un “truco” para combatir el dolor de este objeto disciplinante y era el tener la mano untada en aceite y restregada con ajo; craso error. Con el paso de los años y al entrar a trabajar en El Métrico, descubrí que aquel trozo de tablilla era la mitad de una percha de madera. Siempre que los chiquillos la sacábamos de quicio exclamaba: ¡Y una miércoles! A pesar de todo, a aquella maestra la tuvimos en gran estima todos los que pasamos por su escuela, que fuimos muchos y muchas, siendo la que nos enseñó a leer, escribir, las cuatro reglas, geografía e historia y resolver los primeros problemas.

JASA 



CABAÑUELAS PARA EL FINAL DE 2020. Úbeda y la comarca.

 


Ya nos ha hecho llegar nuestro amigo El Piti las cabañuelas para lo que queda de año y los ocho meses del que viene. Pero como él lo separa en cuatrimestres, pues aquí tenemos el primero, el que corresponde a los cuatro últimos meses del año en curso. Como podési comprobar lo más llamativo es la escasez inportante de lluvias. Esperemos que se equivoque por completo, porque después del año que llevamos, lo que falta es una sequía. Aprovechamos para darle desde aquí nuestra enhorabuena, por los muchos aciertos en las cabañielas del año pasado, salvo en el mes de febrero que echó un borrón, como los buenos pintores.