
El germen de esta asociación cultural independiente en defensa del patrimonio monumental ubetense, tiene su raíz en 1998. A través de varias tertulias llevadas a cabo en la extinta tienda de Juan Barranco ubicada en los soportales de la plaza 1º de Mayo, se fue configurando un grupo heterogéneo de ubetenses que tenían como punto en común el amor al patrimonio monumental heredado. Y los seis se autoproclamaron Caballeros 6x4 o “Caballeros Veinticuatro” como resultado de la operación aritmética.
lunes, 28 de septiembre de 2020
PROGRAMACIÓN DE LA ATÍPICA FERIA DE SAN MIGUEL DE ÚBEDA 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE SEPTIEMBRE
Este mes se aferraba en ser la continuación del
verano y aunque las horas de luz se iban acortando y algunas tormentas hacían acto
de presencia, todavía quedaban vestigios del buen tiempo que tanto me gustaba,
porque los primeros días seguían siendo una prolongación de la época estival y
la escuela no arrancaba en serio hasta después de la feria, que para mí y todos
los chiquillos, era la fiesta más esperada de todo el año.
LA
VERBENA DE LA VIRGEN
La verbena de mi calle sólo la recuerdo muy
remotamente en los primeros años de esta década. En una hornacina y en la
esquina de la casa que había frente a la que yo nací había, y hay, una pequeña
imagen de la Virgen María. En honor a su festividad el Santo Nombre de María o
Dulcenombre de María, se celebraba cada 12 de septiembre una verbena. Todos los
vecinos del ese tramo de calle participaban de alguna manera dando realce a la
misma, colocando banderines de tela de balcón a balcón y sacando macetas a la
puerta de la calle. Esta imagen tenía su cuidadora especial que se llamaba
Isabel Jiménez, mujer muy devota a la que todos conocían como Isabelilla. Ella ejercía
de camarera y también la que adecentaba de vez en cuando la pequeña hornacina. Pero
era en septiembre cuando se volcaba mucho más, convirtiendo aquella pequeña
capillita en todo un altar repleto de flores que llevaban los vecinos. Durante
su día y la víspera, la reja que la guardaba permanecía abierta y como algo
especial, se colocaba delante un altar y se le ponía una bombilla con mucha más
potencia de la habitual que iluminaba la noche como un ascua de oro. Algunos
vecinos que no llegaban hasta la verbena, sacaban sus sillas a la puerta de la
calle y allí se convidaban a cuerva acompañada de alguna berenjena. A Juan
Pedro Gallego “Telaraña”, el que ejerciera de mi abuelo, le llamaban el alcalde
del barrio porque aportaba algo más a la causa y también ponía una bombilla
extra encima de su balcón para dar más luz a la zona. Recuerdo ver en las
cámaras de su casa, las banderitas ajadas por el tiempo confeccionadas con retales
de telas multicolores, adheridas a largas y enmarañadas cuerdas. A comienzo de
esta década (1961-1962) desapareció la verbena, e Isabelilla en ese día de
septiembre, sólo engalanaba la Virgen y su hornacina, también mantenía encendida
la bombilla “gorda”. Hace poco tiempo, unos nuevos propietarios de la casa
donde se ubica la imagen, quisieron rescatar esta tradición y la mantuvieron
durante varios años para el recuerdo romántico de los más viejos del lugar. En
cuanto a la antigüedad de la capilla sabemos, por Juan Ramón Martínez Elvira,
que ya existía en 1702, por lo que suponemos que estaba erigida -cuanto menos-
a finales del siglo XVII.
LA
FERIA EN LA ESTACIÓN
La celebración oficial de la festividad San Miguel en la feria de los años 60 se limitaba a una misa en Los Frailes y así se ha mantenido durante muchos años hasta la aparición del grupo parroquial que en su día impulsó Eduardo Jiménez Torres “Zorrica” y que saca en procesión al patrón desde el año 2001. La feria, durante la década que estoy recordando, tuvo su enclave en lo que iba a ser en su día la nueva estación del tranvía, aunque por avatares del destino quedó siendo la estación de autobuses y en la actualidad aún continúa allí. Dentro de la edificación y a mediados de los 60 (1966-1967) se montó un parque y rio artificial con ciervos incluidos a iniciativas de la Compañía Sevillana de Electricidad en colaboración con la Jefatura Provincial de Montes, dando vida a la Feria de la Electricidad. Aquello fue un atractivo que recuerdan todos los que lo vivieron. Bajo el mismo techo se ubicaba la caseta municipal. En 1960, y esto no lo viví pero me lo han contado, en los bailes de esta caseta popular, cada día se elegía a la “Guapa” de un barrio y curiosamente uno de esos días le tocó a la representante del “Barrio de la Fuente de las Risas” ¡Qué categoría! A su alrededor se montaban las demás casetas, los carruseles y el teatro Chino de Manolita Chen, que llamaba nuestra atención pero sin saber qué espectáculo se ofrecía en su interior. Aparte de los perdurables coches de choque, estaban las Cunicas de Sánchez, las Olas de Vico, las Volaoras, los Aviones-torpedo, la Barca, el Látigo, el Baby Maribel, Baby Gaitán, etc.,… Había otras atracciones como la Casa de los Espejos, La Petite Terín, La Mujer serpiente y las tómbolas como la de Cristóbal con su regalo de ¡Balón, balón, balón y balón! o la de Las Muñecas con su premio especial de ¡Una Muñequita andadora! En el entorno, se ubicaban los bares, churrerías y varios puestos, algunos exponiendo una novedosa golosina como era la manzana envuelta en caramelo rojo y en algún rincón o esquina, un hombre o mujer vendiendo berenjenas de Almagro que tenía dentro de una orza. Y otros tenderetes que vendían marisco con montones de camarones, cangrejos y gambas muy rojizas, sobre hules de plástico blanco. Frente a la estación se instalaban otras casetas de baile, como la del Club Diana e incluso de la Cruz Roja, porque la del Club 61 la instalaban en el edificio de Falange. Detrás de la Colonia del Carmen (antes de convertirse en la calle Granada) montaban el circo Arriola pero a él nunca me llevaron mis padres; nos conformábamos con ver por detrás las jaulas de las fieras y comprobar el pestazo que desprendían. En esta década se impulsaron varias actividades que ya han desaparecido, como el Concurso de Hípica en el Campo General Nogueras Márquez, desde 1967; las carreras pedestres, las carreras ciclistas y también unas curiosas carreras de camareros. Las tiradas de Pichón y Plato, las representaciones teatrales y sobre todo las corridas de toros, tenían su cita anual en estas fechas, despuntando por este tiempo nuestro torero más destacado, Antonio Millán Díaz “Carnicerito de Úbeda”. La feria de ganado estaba por entonces ubicada en la calle San Marcos e inmediaciones y pocos años después la trasladaron a la parte norte, junto a la carretera de Circunvalación y calle Carolina. Ponía el broche final la Gran Traca que, junto al Castillo de fuegos artificiales del día de San Miguel, eran los dos espectáculos pirotécnicos que en aquellos años se hacían.
JASA
domingo, 27 de septiembre de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE AGOSTO
AGOSTO
El calor pesaba como una losa aunque a la
chiquillería eso nos importaba poco. Estábamos en el ecuador de los cines de
verano, los baños en barrenos, los polos de limón y la calle, siempre la calle,
donde desarrollábamos y dábamos rienda suelta a nuestra imaginación. Mientras
tanto, los carros tirados por bestias repletos de paja, dejaban su rubia carga en
las puertas de las casas de los campesinos, que eran la mayoría.
LOS
CARROS DE LA PAJA
Era agosto el mes más temido en mi casa por una
circunstancia que se repetía todos los años, como era el almacenamiento de la
paja para el ganado. De las eras del Cerro de la Horca salía la paja y el
bálago para los animales de cuadra, principalmente para las cabras y las bestias
de carga como los mulos o los burros. Este alimento, que era transportado a
granel en carros con unas grandes redes que lo embolsaban a ambos lados y también
descolgaba por la parte trasera, llegaba al domicilio del ganadero o agricultor
y era descargado en la puerta de la calle. Los que sólo disponían de animales
de labor, con un carro tenían suficiente para todo el año, pero los que también
tenían ganado, debían almacenar al menos tres o cuatro portes. La mayoría de
las casas de mi barrio estaban acondicionadas para el almacenaje que se hacía
en las cámaras. Para subir la paja a esa segunda planta, se empleaban espuertas,
bien de esparto o de goma que se asían con unos ganchos de hierro y por medio
de una soga y una carrucha se depositaba en la zona de la casa que se
encontraba bajo las cubiertas de los tejados. Para su consumo diario, o bien se
bajaba en sacos o espuertas, o se utilizaban unas toberas que muchas viviendas todavía
tenían y por ellas caía hasta la planta baja.
Casi siempre era en
plena siesta y cuando más calor hacía, cuando aparecía el “Chato Ruedas” con el
carro de la paja. No entendía el porqué algunos vecinos siempre exclamaban la misma
frase: ¡Venga, a entrar la paja con la
fresquita! No llegaba a entender cómo a 40º grados era la fresquita. Con el
paso de los años comprendí que aquella frase era pura ironía. En esa tarea los
chiquillos desempeñábamos una importante función aunque de manera irregular,
pero nos implicábamos, máxime cuando nuestro esfuerzo tenía como recompensa una
entrada para el cine. En ocasiones, se invitaban a otros chavales de la
vecindad para que echaran una mano, previo pago de unas pesetas que serían
también para ir al cine de la Cava. En mi casa había un premio añadido, como era
el baño reconfortante en unos barreños llenos con agua del pozo que llevaban
todo el día calentándose al sol; era nuestra piscina particular en la que
-incluso- buceábamos. Con el paso de los años y la mecanización, la paja y la
alfalfa venía empacada y era mucho más fácil de transportar y almacenar, aunque
bastante más pesada.
Al mencionar el cine de la Cava, lo primero que
viene a mi recuerdo y al de muchos de la época, es el aroma que desprendían las
altas y frondosas matas de dompedros que había en el pasillo de acceso a él. Está
claro que por la cercanía, éste era nuestro cine, el más fresquito de todos
pero el que antes echaba el telón cuando comenzaba a cambiar el tiempo. Durante
toda la temporada cinematográfica, se ponía en la puerta del salón de verano Agustín
Poisón “Pirulín” con su carrillo de chucherías, todas iluminadas por una
bombilla que colgaba por encima. Enfrente de éste y al lado de la taquilla,
había un bar sin mucha clientela que regentaba Alfonso Dueñas al que los
mayores conocían por “el Brujo”. En la pared y junto al portón de madera
pintado de verde, había colgados algunos cartelones donde aparecían una docena
de fotogramas en color de la película anunciada e incluso de otras proyecciones
próximas.
No era mi padre mucho
de pagarnos una gaseosa en el ambigú, por lo que siempre llevaba una botella de
agua y con eso “Íbamos que chutábamos”.
Recuerdo muchos títulos de aquellos años 60, pero los que más nos atraían a los
chiquillos de entonces eran las de aventuras, sobre todo las del Oeste siendo
“La Muerte tenía un precio” la estrella, las de romanos, destacando para mí la
saga de “Los 10 Gladiadores” y la saga de “Fumanchú” que a la sazón fueron con
las que tuve mis primeras pesadillas. Si nos gustaban mucho decíamos ¡Vaya peliculón! y si nos aburríamos ¡Esto es un pastelazo! Las que tenían
buena carta de presentación, eran aquéllas en que aparecía al principio un león
rugiendo. He de reconocer que había otros títulos más atractivos para las
féminas, chiquillas o mociquillas,
como “Sisi”, “Mary Poppins”, “Sonrisas y Lágrimas” o las que protagonizaba
Marisol. No había función en la que no llamara nuestra atención el paso por el
firmamento estrellado de una estrella fugaz en una décima de segundo.
En mitad de la
proyección, siempre se hacía un descanso para que se consumiera en el ambigú o
se fuera al servicio. En este intermedio había una banda sonora que nos
acompañó durante muchos veranos, como eran las canciones “Pepa Bandera” y Paco,
Paco, Paco” de Encarnita Polo, “Juanita Banana” de Luis Aguilé, “La Felicidad”
de Palito Ortega o “María Isabel” de Los Payos. Mientras tanto, los chiquillos aprovechábamos
para correr como los indios delante de la pantalla levantando una gran
polvareda de la tierra y la gravilla suelta del suelo que no era del agrado de
los mayores. Al decir esto, muchos que vivieron estos años, se habrán percatado
de que no íbamos a Preferencia, sino a General que era más barato y las sillas
eran de hierro y otras de enea, mientas que la zona más cara las tenía de
madera y más nuevas.
Al regresar a nuestra
casa y en unos cambrones que asomaban por el bardal de la “Chuminica”,
habitaban unos gusanos con luz que casi nunca pudimos atrapar y cuando cogíamos
alguno, para sorpresa nuestra ya no se encendían. Recuerdo a mi padre, cuando
el tiempo refrescaba, ir al cine con una chaqueta gris de chéster sobre los
hombros. Cuando entrábamos por el portal, solíamos hacerlo bastantes sigilosos,
porque casi siempre de entre la hierba o los sacos de pienso, salían curianas e
incluso ratones y hasta que no acabábamos con ellos no nos íbamos a la
cama.
Unos, mayores que nosotros, se subían a los pinos que había alrededor de los jardines del Alférez Rojas para ver gratis la película. Su sorpresa era (o la sorpresa de sus madres) cuando se bajaban del árbol y comprobaban que tenían manchados los pantalones de resina, tan difícil de quitar. Otros, se colaban por las vallas de edificios colindantes, hasta que los pillaba el portero. Yo no me colé jamás por los bardales, pero sí me subí en alguna ocasión a los pinos cuando contaba unos once o doce años. Durante los días siguientes a la película que nos gustaba, los chiquillos convertíamos nuestra calle en el campo de batalla donde luchaban los romanos o en el escenario de las películas de indios y americanos, siendo sierra Mágina las montañas del lejano Oeste. Por cierto, luego le cogía a mi padre el sombrero de paja y lo doblaba para que se pareciera al que llevaban los héroes americanos, con la posterior reprimenda por habérselo destrozado.
JASA
viernes, 25 de septiembre de 2020
MIS RECUERDOS DEL MES DE JULIO
JULIO
El cubo de zinc lleno con agua fresca del pozo en el que flotaba la fruta del tiempo y alguna que otra botella, el gazpacho en una fuente escarconchá de porcelana blanca, la interminable hora de la siesta, la aparición de múltiples esoyones que lucíamos en codos y rodillas pintados de roja Mercromina y los melones y sendrías como postre encima de la mesa, eran las señales inequívocas de que estábamos en el mes julio, en pleno verano.
En la antigua Travesía de Chirinos que ahora tiene
por nombre calle Barco y que se encuentra frente a la hornacina de la Virgen,
vivía un vecino llamado Antonio Gutiérrez Medina. Este hombre oriundo de Jódar,
perdió el amor de su vida, su novia, y desde entonces dedicó todo su tiempo y
su cariño a los más jóvenes, precisamente esos mismos jóvenes de Acción
Católica serían los que le apodarían “El Viejo” debido a su diferencia de edad.
En 1958 quiso que los niños con menos posibles económicos disfrutaran de unos
días de vacaciones y convivencia en campamentos, tanto en la sierra como en la
playa. Debido a la proximidad y a la amistad vecinal, Antonio propuso y ofreció
a mi madre -en varias ocasiones- la posibilidad de que yo fuese a uno de esos
campamentos que serían gratuitos, a lo que ella nunca accedió, no sé si por
miedo a que me pasara algo o porque no nos significáramos demasiado con estos
movimientos cercanos al franquismo; creo que más bien era por lo primero. En
cualquier familia el hijo primogénito es el que les va abriendo las puertas a
los que vienen detrás, pero debido a mi corta edad y al temor de mi
progenitora, ésa no la pude abrir. Teniendo una oportunidad tan cercana nunca
la aprovechamos y nunca fui a campamento alguno, salvo el de la Mili. En la
actualidad se continúan llevando a cabo dichos campamentos, hoy enmarcados en las
actividades de la JACE.
El pilar-abrevadero que da nombre a nuestra calle,
fue en la infancia de todos mis coetáneos más que un icono. Era la fuente de
vida para los años de sequía, porque de sus tres caños había uno que todavía manaba
agua más potable que los demás, hoy desaparecido. Era el manantial de agua para
el ganado. El mayor tránsito lo tenía cuando las caballerías partían o
regresaban del campo, pero también cuando los vaqueros llevaban sus reses a abrevar,
tanto por la mañana como por la tarde. Curiosamente todos emitían un silbido
peculiar que animaba a beber a los animales, tanto los de pezuñas como los de
cascos. La mayoría de los vaqueros coincidían a las mismas horas, que era
después de los ordeños, teniendo que guardar su turno. Su organización era
improvisada, dado que las vacas entraban por el lado que daba al poniente y
salían por el otro, de esta manera no se cruzaban. También fue el agua extra
para la limpieza del hogar o para hacer la colada; de hecho y en algunas
ocasiones, también bajaban algunas vecinas a lavar allí la ropa. En ocasiones, el
pilar se convertía en un lugar de juego, aunque este entretenimiento no les
agradaba a los ganaderos y hombres del campo, porque les enturbiábamos el agua
y los animales no la bebían. Algunos hasta se bañaban, pero no era muy
recomendable por las ovas y las
sanguijuelas, pero sí que chapoteábamos, lanzábamos piedras y nos poníamos
tupíos.
JASA